Mañana...
Despiertas, con las lágrimas secas en tus
ojos, con la boca deshidratada y rasguños en los brazos. Te das cuenta que
anoche sollozaste, y buscas algo de que
aferrarte para no hacerlo de nuevo. No hay nada. Estás solo, en tu cuarto, en tu departamento,
sin ganas de vivir la vida. Intentas levantarte, pero las sábanas te lo
impiden, susurrando un “¿Para qué?”. Te quedas observando los rastros de la
soledad, la almohada aún húmeda y la pared con marcas de golpes. Tus nudillos
lastimados te dicen que la extrañas, así como tus ojos hinchados y tus labios
rotos. Decides no ir al trabajo y quedarte todo el día en cama, saboreando la
falta que te hace.
El daño, ya irreparable, paraliza tu
cuerpo, las ojeras se remarcan con la resequedad del llanto y tu piel desnuda
arde con la ausencia. No valdría la pena, nada de esto, si no la quisieras. Si
no te despertaras esperando que esté ahí, envuelta en la calidez del sueño y su
olor a gardenias. No valdría la pena, de no saber que si lo vale. Pero ya es
tarde y su adiós irremediable te decrece el alma. Solo te queda aferrarte al
recuerdo y esperar que mañana el dolor no aumente.
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